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EL HOMBRE DEL VAGÓN

 

 

Creo que era domingo. Sí, estoy seguro. Un domingo aburrido y decadente de primavera. Me encontraba justo en el centro del comedor de mi humilde piso de Barcelona. Sentado en una silla que lamentaba con chirridos estridentes la edad de la madera pensaba en tantas cosas que apenas me servía de algo.


Tenía la mirada puesta en un punto negro que había en la blanca pared de la sala. Repicaba con los dedos que danzaban sinuosos sobre mis piernas. En ciertos momentos incluso tarareaba la letra de alguna canción de Lou Reed para hacer más distraída la tarde, pero no lo conseguía.


Me incorporé con energía y salí de casa como si hubiera olvidado algún sentimiento importante en la calle. Quería salir y moverme. No pensaba en ningún destino. Simplemente quería salir y moverme. 

 

Un autobús se detuvo justo a mi lado cuando rebasaba una parada. Parecía invitarme a subir. Sin embargo, lo miré y me pareció demasiado limpio, tan claro y transparente que no dejaba participar del festín de la locura que en todo ser se alberga. 
Entré en una estación de metro con prisa. Era evidente que algo me faltaba y debía recuperarlo. No había apenas gente ocupando el arcén. Definitivamente era domingo.


Esperé que pasaran por delante de mí el primer vagón y después el segundo. Yo subí en el tercero como de costumbre. Luego, ya en su interior, me senté en un asiento lateral como hacía siempre.


Tardé un rato en darme cuenta. Probablemente seguía sumergido en las profundidades de oscuros pensamientos mediocres. Levanté la mirada con presteza al sentir un peso sobre mí. Enfrente de mí un hombre de aspecto abandonado y rostro iracundo me miraba fijamente. Sus ojos me aterraban casi tanto como el conjunto de su delgada figura afilada. La sonrisa que dibujaba el rostro era casi diabólica. Parecía una invitación al infierno del mismísimo demonio. Su pelo de un azabache intenso, hacían que su piel tostada lo pareciera menos. No era agradable el momento del mismo modo que no es grata la muerte. Me sentía incomodo, dubitativo, asustado. Tan solo pensaba en volar lejos, muy lejos de aquel vagón.

 

Quise mirar hacía otro lado como buscando la complicidad de unos ojos que comprendieran mi situación. Intenté volver la mirada pero no lo conseguí. Las enormes pupilas de aquel hombre arrastraban a las mías hacia su imagen oscura, tan sombría. Mis manos débiles y temblorosas empapaban de sudor las perneras de los pantalones sobre los que intentaban relajarse y enormes gotas resbalaban por mi espalda produciéndome una extraña sensación de cosquilleo amargo.

 

Los dientes bailaban al ritmo de las teclas de alguna canción de Keith Jarrett y mi respiración nerviosa y acelerada comenzaba ya a preocuparme. Y ahí seguía el rostro inhumano atento a cada uno de mis movimientos. En ocasiones parecía querer decirme algo, pero nunca se decidía a hacerlo. Tal vez prefería verme sufrir y celebraba cada muestra de miedo que mi cuerpo reflejaba. Me sentía totalmente manso, enteramente dócil y manejable en aquel instante. Un ligero movimiento en su mirada hubiera provocado una catástrofe en mí. Sus ojos me seducían al tiempo que me producían un terror infinito.


El eterno viaje llegó a su fin cuando el metro se durmió en la última estación de la línea roja. Nos quedamos todavía un rato más compartiendo el camino oscuro de su mirada y cuando me levanté él se incorporó al mismo tiempo. Fue en aquel momento cuando comprendí que los negros cristales de un vagón de metro reflejan la imagen de mi figura de una manera tan extraña como sobrecogedora.

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